El trauma es, para el psicoanálisis, una dimensión estructural y constituyente de todo ser hablante parlêtre, “hablaser”, según Lacan). Es decir, no hay parlêtre
sin trauma y este último presentará iempre dos facetas fundamentales. La primera, aquella del encuentro traumático (troumatique, traumagujero”)1 con el
agujero de la no relación sexual, es decir, con el único
universal que vale para nuestra especie: el universal
negativo que indica la ausencia de una regla prefijada
de programación sexual2.
La segunda, la faceta hecha de un goce que –en tanto
tal– resulta inadecuado a la homeostasis y que por lo
tanto es inasimilable. No se trata aquí de una dimensión negativa sino, como Freud tempranamente lo decía, de “un excedente sexual”3.
Es decir, no sería solamente un “no hay” (no hay relación
sexual), sino además un “hay goce” que, en términos freudianos, es intraducible4. Y si es intraducible, quiere decir
que hay una disyunción estructural entre el sentido y el
goce producto del encuentro traumático. De allí la insistencia de Lacan, más allá de sus referencias a la lingüística,
en no reducir al psicoanálisis a las “ciencias del hombre”
–concepto por lo demás problemático–, para vincularlo, por
vía de sus referencias a la física5, a una relación con lo real.
De este modo, Lacan sigue a Freud, quien con su referencia al traumatismo evita la degradación del psicoanálisis a
una simple hermenéutica y plantea una objeción al sentido
que, en tanto tal, no puede sino situarse en una relación de
exterioridad con respecto al trauma.
Pero, además, las dos facetas del trauma
se anudan. No va una sin la otra, ya que
ambas testimonian que no hay para el
parlêtre buena relación con la sexualidad.
Es lo que Lacan resumió con su fórmula
“no hay relación sexual”, situando así –a
diferencia de Freud, quien destacaba la
dimensión diacrónica del traumatismo
en dos tiempos– el axioma (por lo tanto
sincrónico) de todos los traumatismos.
Como Jacques-Alain Miller lo ha señalado, este axioma no nos permite saber cuándo, cómo ni con quién se
produjo o producirá el traumatismo. Pero nos asegura
que de todas maneras habrá al menos uno6.
Es en estas contingencias donde se localiza aquello que
hace a la singularidad absoluta del modo en que cada
uno accedió y respondió a ese troumatisme propio de
la especie, y el goce, también singular, que de dicho
encuentro se habrá fijado en cada uno para siempre.
Pero se trata de un troumatisme del que no hay recuerdo posible, ya que se sitúa en una anterioridad lógica
respecto de los recuerdos, pero del que algunos “recuerdos encubridores (pantalla)” privilegiados podrán
sí constituir el índice de aquel encuentro inmemorial
con lalengua.
Queda claro así que esta dimensión estructural del trauma incluye siempre la respuesta del sujeto (una decisión
insondable) y se separa con nitidez de todo tipo de acontecimiento que en la vida social pueda suponerse, en general por su gran intensidad, traumático. Los múltiples
y diversos testimonios de los AE, durante el tiempo de
ejercicio de su enseñanza, dan cuenta de ello.
Pero antes de abordar esa dimensión por el sesgo de
mi propia experiencia como AE, quiero mencionar dos
verdaderos testimonios ficcionales de la estructura del
trauma en la creación filmográfica.
Por ejemplo, ¿quién no recuerda la escena del film
Los pájaros (1963) de Hitchcock cuando la protagonista, Tippi Hedren, navega en lancha y se acerca a un
muelle, donde la aguarda Rod Taylor? Allí, de manera
abrupta (modalidad de lo real), un ave la golpea en la
frente dejando la marca, la herida que deviene traumatismo. Se ve allí muy bien representado el impacto del
encuentro con un elemento de lalengua, la cual hará
luego su aparición en el film bajo la amenaza de las
incontrolables bandadas de pájaros que azotan la comarca. Aquí, el trauma aparece ligado a un exceso, no
a una negatividad.
Mientras que la segunda evocación está más bien ligada a lo no ocurrido, a la amenaza de que algo ocurra mientras –según una caracterización de nuestro colega Miquel Bassols– ese “algo” no cesa de no ocurrir.
Es decir, cuando el acento del trauma está puesto no
en su positividad, sino en la expectativa que engendra
una negatividad siempre a punto de realizarse: “Un
momento más y la bomba estallaba…”. ¿Estalló o no?
Y a partir de entonces no deja de no estallar… hasta
que estalla7.
Se trata del film The hurt locker (2009), de Kathryn Bigelow, en el cual un sargento del ejército norteamericano en Irak se dedica a desactivar, precisamente,
las bombas que están siempre a punto de estallar. La
realizadora logra transmitir muy bien la temporalidad
ligada a ese algo que aún no ocurrió pero que en cualquier momento puede ocurrir. Más allá de la tensión
creciente del film, lo que resulta más notable es su
conclusión. El sargento, ya de regreso en su casa, no
soporta la rutina homeostática de la vida en familia y
en su pueblo. Decide entonces volver al frente para encontrarse, una vez más, ante ese momento en que debe
estar bien alerta porque… “un instante más y la bomba estallaba…”. Lograda figuración de cómo el trauma
ubica al parlêtre inexorablemente en un más allá del
principio del placer.
Estas dos evocaciones no son ajenas a lo que a partir de
mi experiencia analítica pude dilucidar sobre aquello
que del goce, en un instante traumático, quedó fijado y
sirvió de fundamento a mi respuesta sintomática. Contingencias y elecciones allí se anudaron. He aquí el testimonio y las consecuencias que de ello pude extraer a
partir de lo que llamé la escena fundamental.
Es una lluviosa mañana de otoño. Tengo apenas seis
años. Un ruido me despierta. Son gritos que provienen
de la calle. Salgo de la cama y me abalanzo hacia la ventana. Los gritos son más fuertes. Corro los dos paños
del pesado cortinado de color rojo intenso que visten a la
ventana. La persiana está baja pero por sus hendijas entra la luz. Calzo mi ojo en una hendija y asisto a una escena inolvidable. Sobre la vereda de enfrente una mujer,
una vagabunda apodada “la loca del barrio”, levanta sus
improvisadas faldas hechas de tela arpillera al tiempo
que vocifera insultos. Sólo alcanzo a ver una mancha. A
su lado, un repartidor de leche a domicilio, enfundado en
su capa de lluvia, apenas atina a no responder mientras
intenta levantar una botella de leche rota que descansa
sobre el piso mojado. En ese momento, mi madre entra
a la habitación y me aleja de la ventana.
Esta escena, recordada y transitada en mi primer análisis, se constituyó durante el segundo en un punto de
convergencia al que llegaban las diversas cadenas asociativas. Como una plomada, todo parecía sostenerse a
partir de ese punto fijo construido con imágenes de alta
densidad. Las vueltas dichas del análisis permitieron
desinvestir esas imágenes y localizar el axioma fundamental en el que se sostenía la escena: un ojo calza en
la hendija, un ojo calza en la hendidura.
Luego de asistir fascinado a esta escena, se instalaron
los síntomas de la neurosis infantil: “atracones” con
dulces, causantes de períodos de obesidad, y “panzadas” de películas en el cine continuado concluían
inexorablemente en cefaleas acompañadas de fuertes dolores retro-oculares y una fotofobia que solo se
mitigaba bajando las persianas, para que la luz no se
insinuara por las hendijas. Esta suerte de blackout terapéutico ante el exceso ya presente en aquella escena
concluía con vómitos incoercibles acompañados de un
alivio inmediato.
Esta escena fundamental pude luego articularla con
otras dos. Una previa: el momento inaugural en que me
confronté –como dice Lacan– a la “hendidura de la impúber” 8. La otra, posterior, en la que soy sorprendido
mirando –en un ejercicio de verificación– por el agujero
de una cerradura.
Pero el conjunto de estas tres escenas,
claramente articuladas a la función
fálica, al “pas-de-pénis” –como dice
Lacan–, es decir, a la ausencia de pene
de la madre en cuya falta “se revela
la naturaleza del falo”9, no fue sino el
montaje –la invención– que me hizo
posible entonces dar un nombre, el
nombre de “locura”, a lo que había sido
antes para mí el encuentro traumático
–troumatique– con el goce enigmático de
mi madre en tanto mujer.
Solo queda, de ese encuentro traumático, una imagen reducida ahora a un rasgo: su boca desmesuradamente abierta y el grito inaudible de su inconmensurable dolor.
Y luego, tras eso, nada más que un blanco. O mejor
dicho: una oscuridad sin recuerdos. Una oscuridad
que se desvanece cuando la escena se ilumina y me
veo viajando velozmente hacia un destino ignorado en el antiguo automóvil de un tío materno, dueño de una
tienda de zapatos.
En este punto subrayemos la diferencia que existe entre el montaje de las escenas y esa imagen, no sólo
cronológica sino lógicamente anterior a dicho montaje.
Porque si el montaje de las tres escenas es la respuesta que introdujo la significación fálica, es decir, la articulación con (- ), a diferencia de esto, esa otra “imagen-rasgo” lo que hace no es sino indicar la irrupción
del enigmático e inconmensurable goce femenino ante
el cual quedé perplejo. Por lo tanto, es una imagen, casi
un trazo, que puede ser situada por fuera (o antes) de la
significación fálica en tanto (- ).
Así, podemos decir que aquel tío zapatero apareció
en el momento justo, luego del recuerdo que indica el
trauma, para ofrecer, sin saberlo, un noble instrumento. El instrumento que me permitió inscribir algo de dicho goce enigmático bajo los auspicios de la vara de la
castración, es decir bajo (- ).
Me refiero al significante “calzador”, significante del
síntoma que, surgido de la contingencia, pasó luego a
comandar su repetición en el intento renovado y do, una y otra vez, de hacer entrar el exceso surgido
en el encuentro traumático en la “medida” de los pensamientos. Aquellos pensamientos que, en un estado
de alerta constante, intentaban “calzar” lo que nunca
podrá subsumirse bajo la vara de la castración y que al
final del análisis pude nombrar, ya no como la desmesura de la locura materna, sino como “el inconmensurable silencio de una mujer”.
1. Cf. Lacan, Jacques, Seminario 21, Les non dupes errent, (inédito) en la lección del
19 de febrero de 1974, cuando dice: “… todos inventamos un truco para llenar
el agujero (trou) en lo Real. Allí donde no hay relación sexual, eso produce
“traumatismoagujero” (troumatisme). Uno inventa. Uno inventa lo que puede…”.
2. Miller, Jacques-Alain, “El ruiseñor de Lacan”, en Del Edipo a la sexuación,
Colección ICBA n.º3, Paidós-ICBA, Argentina, 2001, pág. 260.
3. Freud, Sigmund, “Fragmentos de la correspondencia con Fliess”, Carta 46,
Obras completas, volumen 1, Amorrortu, Argentina, 1986, pág. 270.
4. Ibídem.
5. Cf. Por ejemplo, ver “La ciencia y la verdad”, Escritos 2, Siglo Veintiuno Editores,
Argentina, 2002, pp. 813-834.
6. Miller, Jacques-Alain, Curso de la Orientación lacaniana del 13 de enero de
1988, Causa y consentimiento (inédito).
7. Bassols, Miquel, respuestas a Mediodicho número 39, la revista de la Escuela de la
Orientación Lacaniana (Sección Córdoba, Argentina), Córdoba, 2013, pág. 32-35.
8. Lacan, Jacques, “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de
la Escuela”, Otros escritos, Paidós, Argentina, 2012, pág. 273.
9. Lacan, Jacques, “La ciencia y la verdad”, en Escritos 2, Siglo XXI Editores,
Argentina, 2002, pág. 833.
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